Recuerdo aquel día de mi época universitaria, cuando me encontraba
realizando los estudios de psicología, como si fuera ayer mismo. Salí de la
facultad y una fuerte jaqueca me acompañaba, provocada por una larga y
especialmente tediosa jornada de clases. El clima no desentonaba con mi dolor
de cabeza: hacía viento, frío, y llovía. ¡Menos mal que no me había olvidado el
paraguas! Aunque de todas formas… Bueno, mejor no adelantaré acontecimientos.
Sigo con mi narración: Observé, impotente, cómo el autobús pasaba delante de
mis ojos antes de que me diera tiempo a llegar a la parada. «En fin, esperemos que el próximo no tarde
mucho», me dije. Tardó. Y tardó mucho.
Una media hora aproximadamente. Media hora en la que por
cierto no paró de llover, ni de hacer viento ni de hacer mucho, mucho frío.
Cuando por fin me monté en el bus, éste además iba lleno, y quizá sólo fue una
impresión particular, pero de los que me acompañaban dentro de aquella lata
de sardinas, yo era el que me veía más mojado y helado de todos. «En fin ―volví
a decirme―, el trayecto sólo dura unos 20 minutos. Se pasará pronto».
¿Adivinan? Pues efectivamente: atasco. Así que como el viaje parecía que iba a
ser muy (muuuyyy) largo, saqué el walkman de la mochila, para escuchar un
poco de música y por lo menos entretenerme un poco. Pero, oh, caprichos del destino: las pilas se habían gastado. Por eso tuve
que contentarme con la interesantísima conversación entre dos chicos,
estudiantes de filosofía, que debatían (¿sobre los planteamientos
aristotélicos, los preceptos de Nietzsche, la teoría de Descartes?, negativo)
sobre si el penalti de la otra noche había sido realmente o no. Enrevesada dialéctica
que no ayudó, precisamente, a que mi
dolor de cabeza mejorase. Cuando por fin bajé del autobús ya sólo tenía que
andar durante 15 minutos para reencontrarme con el dulce hogar, sin embargo (¿recuerdan
lo que no quise adelantarles?), a mitad de camino el fuerte viento acabó por
romper mi desgastado paraguas, justo en el momento además en el que más
fuerte llovía. Por tanto, se pueden imaginar cómo llegué a mi casa: empapado,
con la moral por los suelos, y con una ligera y sospechosa sensación de que el Cosmos había centrado toda su energía en perseguirme y destrozarme la vida de
un modo corrosivamente sádico. Pero justo cuando me disponía a introducir la
llave por la cerradura, mi olfato percibió el
olor de las croquetas de mi madre haciéndose en la cocina. Y entonces, me
detuve un momento para recrearme en ese delicioso aroma. Y ni siquiera la cara
de alarma que puso mi madre cuando me vio aparecer empapado hizo que dejara de
sentirme el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra.
Por cierto, no me dejé ni una. Faltaría más.
Por cierto, no me dejé ni una. Faltaría más.
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