domingo, 20 de marzo de 2016

LAS CROQUETAS DE MAMÁ


Recuerdo aquel día de mi época universitaria, cuando me encontraba realizando los estudios de psicología, como si fuera ayer mismo. Salí de la facultad y una fuerte jaqueca me acompañaba, provocada por una larga y especialmente tediosa jornada de clases. El clima no desentonaba con mi dolor de cabeza: hacía viento, frío, y llovía. ¡Menos mal que no me había olvidado el paraguas! Aunque de todas formas… Bueno, mejor no adelantaré acontecimientos. Sigo con mi narración: Observé, impotente, cómo el autobús pasaba delante de mis ojos antes de que me diera tiempo a llegar a la parada. «En fin, esperemos que el próximo no tarde mucho», me dije. Tardó. Y tardó mucho. Una media hora aproximadamente. Media hora en la que por cierto no paró de llover, ni de hacer viento ni de hacer mucho, mucho frío. Cuando por fin me monté en el bus, éste además iba lleno, y quizá sólo fue una impresión particular, pero de los que me acompañaban dentro de aquella lata de sardinas, yo era el que me veía más mojado y helado de todos. «En fin ―volví a decirme―, el trayecto sólo dura unos 20 minutos. Se pasará pronto». ¿Adivinan? Pues efectivamente: atasco. Así que como el viaje parecía que iba a ser muy (muuuyyy) largo, saqué el walkman de la mochila, para escuchar un poco de música y por lo menos entretenerme un poco. Pero, oh, caprichos del destino: las pilas se habían gastado. Por eso tuve que contentarme con la interesantísima conversación entre dos chicos, estudiantes de filosofía, que debatían (¿sobre los planteamientos aristotélicos, los preceptos de Nietzsche, la teoría de Descartes?, negativo) sobre si el penalti de la otra noche había sido realmente o no. Enrevesada dialéctica que no ayudó, precisamente, a que mi dolor de cabeza mejorase. Cuando por fin bajé del autobús ya sólo tenía que andar durante 15 minutos para reencontrarme con el dulce hogar, sin embargo (¿recuerdan lo que no quise adelantarles?), a mitad de camino el fuerte viento acabó por romper mi desgastado paraguas, justo en el momento además en el que más fuerte llovía. Por tanto, se pueden imaginar cómo llegué a mi casa: empapado, con la moral por los suelos, y con una ligera y sospechosa sensación de que el Cosmos había centrado toda su energía en perseguirme y destrozarme la vida de un modo corrosivamente sádico. Pero justo cuando me disponía a introducir la llave por la cerradura, mi olfato percibió el olor de las croquetas de mi madre haciéndose en la cocina. Y entonces, me detuve un momento para recrearme en ese delicioso aroma. Y ni siquiera la cara de alarma que puso mi madre cuando me vio aparecer empapado hizo que dejara de sentirme el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra.

Por cierto, no me dejé ni una. Faltaría más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja aquí tu opinión sobre lo que acabas de leer.