sábado, 20 de junio de 2009

Una historia de amor imposible

Sinopsis: ¿Qué pasaría si conoces a la chica de tu vida y al día siguiente descubres que ha fallecido? ¿Qué pasaría si al poco de morir tu hija recibieras la visita de un extraño que se presentara como su último amante? ¿Y qué pasaría si ambos empezaran a enamorarse?
"Una historia de amor imposible" es un relato dramático que habla de la vida, la muerte, y lo que los supera: el amor.



1

Era el último cubata de la noche. Pero el ron no era lo único que se había acabado. También los chistes, los comentarios ingeniosos e incluso las banalidades. Si es que son las banalidades algo que se  pueda agotar.
En fin, lo mismo de siempre. Otro botellón más de sábado noche.
Hasta que apareció ella.
- Juanjo, ésta es Diana; Diana, Juanjo.
La amiga de una amiga de una amiga o algo así. Eso era lo que menos importaba.
- Hola, encantada.
Lo que más: unos ojos negros tan oscuros y tan grandes que a él le pareció que podría estar una eternidad entera perdido en ellos.
- Es un placer.
En aquel momento Juanjo empezó a sentirse más animado, y se preguntó a si mismo si era por el efecto del alcohol o porque acababa de conocer a la chica más guapa que había visto en toda su vida.



Era un beso distinto a cualquier otro. Extraño, pero agradable. Muy agradable.
Al principio nada parecía indicar que fuera a ser diferente.  Es  decir,  la  miró  directamente a los ojos, como hacía con las otras chicas; comprobó que ella no le evitaba la mirada y además le sonreía -una luz verde evidente-; y entonces acercó su boca con lentitud hasta que sus labios se juntaron, acoplándose ambos para permitir que sus lenguas lucharan en un combate erótico donde se intercambiaron saliva, aliento y algo de deseo.
Sin embargo, con las otras chicas siempre pensaba en cosas. No podía evitar distraerse. Incluso en la mayoría de ocasiones solía abrir los ojos para ver qué ocurría a su alrededor: si sus amigos le estaban mirando y hablando de él; si ella también tenía los ojos abiertos; o hasta echarle una rápida ojeada al reloj.
Esta vez mantuvo los ojos cerrados todo el tiempo. Y no pensó en nada. Sólo se concentró en las sensaciones. Eran muchas y muy intensas pero no supo darles un significado porque es que no podía pensar. Tan sólo sentir.
Más tarde llegó el momento de la despedida. Él se ofreció a acompañarla pero ella se negó de manera simpática aludiendo que  iba a coger la moto y estrellarla directamente sobre la cama de su habitación del sueño que traía. Se intercambiaron los números del móvil y prometieron volverse a llamar. Luego ella se subió a la moto, se colocó el casco, arrancó, y después de una última sonrisa a Juanjo, se puso en marcha.
Él la vio alejarse. Su silueta desapareció tan rápido como la última erección.

 

Al día siguiente, domingo, pasó todo el tiempo pensando en ella.



El lunes, en la facultad, también se le vino el nombre de Diana unas cuantas veces a la cabeza, pero supuso que las charlas de los profesores eran tan aburridas  que  casi obligaban a uno a que se le fuera la mente a otro sitio o, en este caso, a otra persona.
En fin, era una excusa razonable. No podía pensar que se había enamorado. Y no es que no hubiera estado enamorado nunca. Sí, en otro tiempo, cuando era más vulnerable. Ahora ya tenía veinticuatro años, con la madurez y la experiencia que da eso. Sabía que el amor era bonito en la adolescencia, a los diecisiete, todavía a los dieciocho, incluso a los veinte, pero por favor, ¡a los veinticuatro! A esa edad el amor era algo ridículo. Enamorarse a los veinticuatro era tan humillante como perder la virginidad a esa misma edad. No, imposible, a él no podía haberle pasado eso. Seguramente era que se había rayado un poco, nada más.
El caso es que recordó que ella le había dicho que trabajaba en un pub sirviendo copas, y que el autobús que le llevaba a él de la facultad a casa casualmente pasaba cerca del lugar en cuestión. Bueno, en realidad había que atravesar un par de calles o tres desde la parada hasta allí, pero seguía estando cerca de todos modos. Así que pensó que después de clase podía pasarse por allí. Pero sólo para saludarla y ya está. O quizá se tomará alguna copa; hombre, ya que estaba allí no iba a hacer el feo. Pero una y sólo una que esa noche ponían una peli de Bruce Willis en la tele y no quería perdérsela.
Cuando llegó al pub estuvo un rato buscándola con la mirada pero no la encontró. Se acercó al barman, un tipo calvo -o posiblemente rapado, o las dos cosas-, a ver qué le podía decir.
- Hola. ¿Y Diana? ¿No trabaja hoy aquí?
El calvo le miró extrañado. Por un momento pareció que había visto a un fantasma.
- ¿Quién eres? ¿Un amigo suyo?
Tardó en responder. No lo sabía con claridad. ¿Era su amigo? Bueno, al menos eso intentaba.
- Sí, sí, así es.
- ¿Y nadie te ha dicho lo que le ha pasado?
¿Había pasado algo?
- ¿Qué le ha pasado?
La cara del calvo era bastante translúcida, y por lo que manifestaba, no había sido nada bueno.
- Tuvo un accidente con la moto la otra noche.
Juanjo sintió una opresión en el pecho, como si sus propios músculos quisieran aplastarle todos sus órganos y tejidos.
- Vaya, ¿y cómo está ella?
No hizo falta que contestara. La cara del calvo ya le había dicho que estaba muerta.



Se quedó mirando a la mujer que había junto al nicho desde una distancia prudente. Embobado. Con el ramo de flores entre los brazos. Sin atreverse a acercarse. No hubiera sabido qué decir. Y aquella mujer aparentaba querer estar sola.
Ella era alta, delgada, rubia. Él no lograba adivinarle la edad. Por los rasgos de su cara no debía de tener más de cuarenta años. Por la expresión de su rostro parecía la mujer más vieja del mundo.
Tenía unos ojos negros oscurísimos, grandísimos.
Mantuvo todo el tiempo la mirada fija sobre la lápida, igual que Juanjo la estaba mirando a ella. Nunca hizo un gesto, nunca hizo un movimiento. Hasta que se marchó.
Entonces, por fin Juanjo pudo acercarse y dejar las flores en el nicho de Diana.
 


2

Le sonaba la cara de aquel chico. Tenía la impresión de haberle visto antes. Pero no recordaba ni cuándo ni dónde. El caso es que ahora se encontraba en el salón de su casa.
Desde la muerte de su hija no había recibido visitas. Más que animarla, le incordiaban. Y cuando aquel chico se había presentado allí diciendo que era un amigo de Diana, ella le había dicho que no podía atenderle, que estaba ocupada; pero entonces insistió aludiendo que necesitaba hablar con ella -que lo necesitaba, él, de ella-. Sintió curiosidad y acabó por abrirle la puerta.
Después de todo, no era una visita común, se trataba de un desconocido. Con él podría comportarse como una persona normal y no como la mujer desgraciada y atormentada de las últimas semanas. Además, también empezaba a echa de menos hablar con la gente.
Y es que Laura se pasaba los días hablando. Antes del accidente, claro. Estaba obligada a ello, trabajaba en una inmobiliaria y atendía continuamente a los clientes. Porque a pesar de la crisis aún le llegaba gente a la oficina.
Ella había querido seguir trabajando después de la tragedia, para mantenerse ocupada y no pensar. Pero su jefe no la dejó, le dijo que ahora debía descansar y estar con su familia. El problema es que la única familia que le importaba acababa de estrellarse contra un Ford Scort, que su cuerpo había ido a parar a la  luna  del  escaparate de una tienda de moda y que los cristales le habían rajado el cuello hasta casi decapitarla.
Así que ahora estaba obligada a quedarse en casa sola. Esa casa que había cambiado tanto desde que Diana ya no estaba allí. Los pasillos le parecían laberintos; el salón, un desierto al que no sobreviviría ni el más valeroso de los tuaregs; y cada día parecía que el techo se acercaba más a su cabeza, como si estuviera diseñado para aplastarla poco a poco. Respecto a la habitación de su hija, todavía no se había atrevido a entrar allí desde que regresó del funeral. La había dejado tal como la dejó ella. A veces pasaba por allí y se asomaba por la puerta entreabierta. Pero no aguantaba mucho tiempo y enseguida se dirigía al cuarto de baño, el único lugar donde se sentía un poco más a gusto, el único lugar donde se desahogaba.
Pero a pesar de la penuria que significaba pasar las horas allí metida, Laura apenas salía. Temía a la gente, a sus vecinos. Le daba vergüenza que supieran lo que le había pasado, que sintieran compasión por ella. Sabía que la pararían por los pasillos o en la calle para darle el pésame y decirle lo mucho que lo sentían, y que tirará para delante, que había que ser fuerte y que la vida seguía. Sí, claro, la vida seguía, pero no para todos. O si no que se lo dijeran a su hija.
El caso es que había dejado entrar a aquel chico que decía ser amigo de Diana, al cual no conocía, aunque le sonara su cara; ese chico que decía necesitar su ayuda. Y a pesar de que ella no se sentía ni mucho menos con fuerzas para ayudar a nadie, también pensó que, por otra parte, el silencio de aquellas cuatro paredes le nombraba a su hija a cada instante y que si seguía escuchándolas acabaría volviéndose loca.
Pero Laura no estaba para muchos rodeos, así que después de que se presentaran, de que ella preparara café para los dos y unas cuantas formalidades más, decidió ser directa.
- Y bien Juanjo, ¿por qué querías hablar conmigo?
Él sorbió café. Tragó deprisa. Se había puesto nervioso.
- Sí. Verá…- suspiró -. No sé muy bien cómo empezar.
- Empieza por dejar de hablarme de usted. No soy tan vieja. Sólo tengo cuarenta y dos años.
- Perdone… - chasqueó la lengua -. Perdona, Laura. Mira, yo, cuando te he dicho que era un amigo de tu hija, no he sido del todo sincero contigo.
Ella pensó, barajando posibilidades.
- Entonces, ¿qué eras, su novio?
- No exactamente - carraspeó -. Yo… Sólo estuve una noche con ella.
Al principio se sorprendió un poco, pero reaccionó con prontitud.
- Entiendo. ¿Te la tiraste?
- ¿Qué? - su “qué” le sonó tan escandalizado que se puso rojo al instante, tanto por la pregunta de Laura como la reacción que él mismo había tenido -. No, no. Sólo nos besamos. Sólo fueron un par de besos, nada más.
Ella no pudo reprimir un gesto de alivio. Qué tontería. Incluso cuando Diana ya no estaba seguía preocupándose por sus relaciones con los chicos.
- ¿Y sólo has venido a verme para decirme eso?
- No.
Hubo una pausa. Ella se dio cuenta de que él iba a sacar fuerzas. Era sólo un chico de veintipocos años pero intuía que era más maduro de lo que aparentaba. O por lo menos eso le decía la forma en que la miraban sus ojos.
- Laura, yo conocí a Diana la misma noche que tuvo el accidente. Y debo decir que para mí conocer a tu hija fue una experiencia única. Desde el principio conectamos muy bien los dos. Estuvimos hablando todo el tiempo de miles de cosas, no paramos de reírnos y, la verdad, no recuerdo haberlo pasado tan bien en mucho tiempo. Creo que nunca me he llegado a sentir tan a gusto con alguien como con tu hija.
>> Me enteré de su muerte dos días después. En ese momento no supe cómo reaccionar: ¿debía llorar, debía enfadarme, debía olvidarme de todo? Todavía no sabía quién era esa chica, si era mi amiga, si era sólo un rollo de una noche, o si era la mujer de mi vida. Puede que me enamorara de Diana la noche en la que la conocí, ¿pero habría seguido enamorado de ella después de una semana, de un mes, de un año? ¿Da una noche para conocer realmente a alguien? Y es todo ese tipo de incertidumbres lo que no me deja dormir, lo que no me deja estar tranquilo. Porque… No sé a quién he perdido, o ni siquiera si he perdido a alguien.
>> Por eso he venido a verte, Laura. Porque quiero que me digas quién era Diana. Sé que es un motivo absolutamente egoísta y que con toda seguridad tendrás muchas más cosas de las que preocuparte en vez de ayudar a un desconocido a resolver sus dudas, y más en unos momentos como estos; así que entenderé con toda la comprensión del mundo que no quieras saber nada del asunto y te agradeceré que de todos modos hayas hecho el favor de recibirme. La única excusa que puedo poner de mi parte es que necesitaba  que  por  lo menos  escuchases lo que acabo de contar. Cualquier decisión que tomes al respecto la aceptaré con sumo gusto.
En primer lugar, Laura trató de adivinar si ese chico le hubiera llegado a gustar realmente a su hija. Y sin querer, pensó que a ella sí le gustaba. En segundo lugar…
- Levanta. Te enseñaré el cuarto de Diana.



Estuvieron hablando toda la tarde. Se les pasó el tiempo como si nada y cuando quisieron darse cuenta ya era de noche.
Ella le contó que había tenido a Diana con tan sólo veinte años. El padre era un vividor, un viajero de esos que van de ciudad en ciudad y se enamoran de taberna en taberna. Laura prefirió ocultarle su embarazo y ocuparse ella sola del bebé. Así que tuvo que dejar los estudios - quería ser enfermera -, y trabajar como cajera en un supermercado. Lo último que supo de él es que se había ido al continente americano a hacer un tour. Alguna vez le mandó una postal desde Cuba o desde Brasil. Postales que acababan de forma automática en el cubo de la basura.
Laura era una mujer fuerte, y de hecho se consideraba lo suficientemente fuerte como para poder criar a su bebé ella sola, sin la ayuda de nadie. Sus padres vivían en el pueblo - en la actualidad ya habían fallecido los dos -, y habían hecho un gran esfuerzo para que ella pudiera ir a la universidad, esfuerzo que finalmente sólo había valido para que ella se quedara preñada, así que Laura no estuvo  dispuesta a que ellos se sacrificaran más por ella sin que obtuvieran nada a cambio. Y además, en el pueblo las cosas no iban demasiado bien como para enviarles una boca más que alimentar.
Pero la decisión de tener al bebé no fue del todo firme. Laura tuvo miedo, mucho miedo. En poco tiempo ella había pasado de vivir en un pequeño pueblo a estar en la gran ciudad; de estudiar y prepararse para unos exámenes a trabajar ocho horas diarias para poder pagarse todos los gastos; de ser una chica joven soltera y sin compromiso a ser una chica joven soltera y sin compromiso pero que iba a tener un hijo. Eran transiciones suficientes como para provocar un mínimo de inquietud.
Sin embargo, todas las dudas, los miedos y las ansiedades desaparecieron en el mismo momento en que se sintió deslumbrada por la luz de los ojos negros de su hija recién nacida. La imagen de aquella preciosa niña que acababa de salir de dentro de ella fue como el reflejo de un espejo: un espejo en el que Laura se vio más fuerte que nunca.
La llamó Diana.
Diana, la que lloraba por las noches. Y recordó que, en lugar de molestarle, a veces le gustaba, porque así podía recogerla en su regazo y llevarla hasta su cama. Le gustaba sentir su tacto, y su olor, mientras dormía. Eran el mejor sustituto a la compañía de un hombre.
Diana, la juguetona incansable. Recordó cuando la llevaba al parque, la subía al columpio y la empujaba. Luego ella se bajaba y cogía a su madre de la muñeca para obligarla a sentarse en el columpio y se ponía detrás y empujaba con todas sus fuerzas. Quería que ella también disfrutase, sino se divertían las dos no había forma de que se quedara tranquila; pero sólo era una niña de tres o cuatro años, no podía moverla. Así que Laura, cuando notaba el tacto de sus manos en su espalda se impulsaba con los pies en el suelo hacia delante de forma que pareciera que era Diana quien movía el columpio. Ella le gritaba: “¿Empujo fuerte, mamá, empujo fuerte?” Y Laura le contestaba entre risas y balanceo y balanceo: “¡Sí, muy fuerte, Diana, me estoy mareando!” Y ella dejaba de empujarla y le abrazaba: “Lo siento mamá - le decía -, ¡es que eres tan canija!” Y Laura no podía parar de reír.
Diana, la miedosita. Porque nunca podría olvidar su primer día de colegio. La dejó en la puerta y le dijo que a la salida volvería a buscarla, que no se pusiera  nerviosa  si no la veía porque a lo mejor tardaba pero que seguro que llegaría, que no se preocupara. Y a la hora de la salida Laura llegó unos minutos tardes y se encontró a Diana llorando en la puerta junto con otro grupo de niños que también lloraban. Laura la abrazó y le preguntó por qué lloraba cuando ya le había avisado de que no tenía de qué preocuparse. Ella le contestó que no estaba preocupada pero como había visto a los demás niños llorando pues a ella se le había pegado.
Diana, la alegría de la huerta. Así la llamaban muchas veces sus abuelos. Laura la llevaba en ocasiones al pueblo para que sus padres la vieran, y pudo ver la facilidad con la que una niña de diez años podía convertir un pueblo de viejos, moscas  y silencio agotador en una discoteca de risas, juegos y muecas.
Diana, la adolescente extrovertida. Porque Laura pensaba que cuando Diana llegara a esa etapa de la vida se le reduciría en medida el desparpajo que demostraba siendo niña y se volvería más tímida. Pero ni mucho menos. De hecho, lo que pasó es que Diana nunca dejó de ser una niña. O quizá fuera que nunca dejó de ser su niña. Siempre fue una chica responsable que le ocasionaba pocos disgustos, pero también era de esas personas que no le preocupan lo que la gente piense sobre ellos; no es que no le importara hacer el payaso, es que le encantaba. Tenía una falta de pudor que a veces hacía sentir avergonzada a Laura, y que sin embargo otras veces, envidiaba.
Diana, la universitaria. Cuando empezó con sus estudios de Psicología fue cuando alcanzó el umbral entre la adultez y la adolescencia. A los dieciocho años Diana seguía conservando la misma energía y la misma dulzura que había tenido siempre. Pero ahora era un momento de cambio, un momento de asumir nuevas responsabilidades. Y Laura así se lo hizo saber, motivándole a que se buscara un trabajo que compatibilizar con los estudios para poder pagárselos. No es que su madre no fuera a darle esa ayuda económica, pero Laura quería que empezara a valerse por ella misma. Y Diana lo comprendió en seguida, como casi siempre comprendía a su madre; no le costaba aceptar sus reglas. En eso  siempre  fue  ejemplar. Así que al cabo del tiempo Diana encontró un trabajo a tiempo parcial como camarera de un pub cerca de casa. Y Laura, como recompensa, le compró una moto.



Se rieron mucho.
Laura le enseñó las cosas de Diana y todos los álbumes de fotos que tenía de ella. Luego se puso a hablar de su vida y recordó anécdotas que en su día le parecieron muy graciosas. Y a Juanjo también se lo parecieron porque no dejaba de reír, al igual que ella.
Era de noche ya cuando Laura le contaba esto:
- Ya te he dicho que Diana para muchas cosas era como una niña, ¿no? Pues bien, recuerdo un sábado por la noche que ella no salió porque hacía muy mal tiempo; y nos quedamos en casa viendo una peli de miedo. Bueno, pues era para vernos a nosotras: las dos en pijamas, con el salón a oscuras, encima del sofá, y Diana durante toda la película que no se despegaba de mí la muy jodida.
A Juanjo se le escapó una carcajada.
- Sí, ríete, pero a mí me tenía acojonada. Porque la película no es que diera mucho miedo pero claro, tú imagínate a la cobardica agarrada a mí con todas sus fuerzas, y cada vez que pasaba algo me metía un achuchón. Vamos, pegaba un bote que casi parecía que iba a llegar al techo - Juanjo se partía de la risa -. Si es que bastaba con que entrara la música ésta típica de las películas de terror, pero que todavía no se había visto nada, ni sangre ni nada, que ya estaba echándose encima mía, y volviendo la cara para no ver lo que pasaba, que yo le decía: “Pero bueno, entérate primero y luego te asustas, pero te vas asustar antes de que pasen las cosas, es que lo haces al revés”. Ella ni caso, cagadita de miedo; y conseguía que yo también me pusiera atacada, claro.
- No me lo creo.- dijo Juanjo entre risas.
- Pues creételo, sí, si fue hace poco además.
- Pero si a Diana le encantaban las pelis de terror.
- ¿Qué dices? Las odiaba. Si casi me pega por convencerla de ver aquélla.
- ¡Qué va! Si me dijo que se tragaba todas las que estrenaban en el cine. Me estuvo hablando de una de zombis que era la última que había ido a ver. Ella flipaba con esas cosas. Me acuerdo porque yo le dije que la próxima vez que se estrenara una peli de miedo yo podía invitarla a ir a verla, y a ella le hizo mucha gracia que yo dijera eso.
Laura se quedó callada, fría, casi de piedra, y su mirada se perdió dentro de sus pensamientos. Al poco volvió a mirar a aquel chico, que la observaba extrañado por su actitud. Entonces se levantó del sofá.
- Juanjo - en un tono serio, diametralmente opuesto al que había estado utilizando hace poco -, creo que será mejor que te vayas.
- ¿Qué? - Juanjo estaba un poco descompuesto por aquello - ¿Por qué? ¿Pasa algo?
- No, pero creo que se ha hecho ya muy tarde.
Él no conseguía comprender nada.
- Laura, ¿he hecho o dicho algo que esté mal?
- ¡Por supuesto que no! Tú querías saber quién era Diana, y me parece muy bien, pero creo que yo no puedo ayudarte porque acabo de darme cuenta que ni yo misma conocía a mi hija.
Lo dijo con toda la amargura que pueda sentir una persona. Pero también con toda la sinceridad que se pueda disponer.
Juanjo la miró incrédulo.
- ¿Qué? ¡Eso no es verdad! ¿Lo dices por lo de las películas? ¡Eso es absurdo, Laura!
- No lo digo por eso. Lo digo por todo.
- ¿Cómo puedes pensar eso? En muy pocas horas he descubierto mucho sobre Diana, justo lo que había venido a hacer. Y ha sido gracias a ti, Laura.
- No seas complaciente conmigo, Juanjo, no soy idiota - estaba nerviosa. Dio vueltas alrededor del salón mientras hablaba -. ¿Qué has descubierto de Diana, que era una chica encantadora, alegre, inteligente, amable…? ¡Eso es lo que diría cualquier madre de un hijo suyo! Diana, con toda seguridad, también era una chica con miedos, con inquietudes, con dudas, con problemas, y con defectos, con muchos defectos, como los tengo yo y como los tenemos todas las personas. Pero yo no te he presentado a una persona, a un ser humano de carne hueso, sino a un… A un personaje de dibujitos animados.
- Laura, no…
- ¡No me digas que no es verdad, porque sí que lo es! Yo era quien me pasaba todo el día trabajando para poder sacar esta casa adelante, para pagar las facturas, para que siempre hubiera comida en la nevera. La madre perfecta, dirían muchos. ¿Pero qué es lo que diría Diana, eh? ¿Que era la madre que nunca estaba? ¿La madre que no podía ayudarla a hacer los deberes, que no le hacía de comer, que no le hablaba de los chicos ni escuchaba lo que tenía que preguntarme sobre ellos?
- Laura…
- No, Juanjo, no. Puede que tú también estés dolido porque a lo mejor para ti había un futuro que desapareció en el mismo momento en que ella se fue. Lo cierto es que nunca lo sabrás, y tú no tienes la culpa. Sin embargo yo he tenido un pasado compartido con mi hija, eso nadie lo puede poner en duda, pero cuando pienso en todo el tiempo que desaproveché…
Se le cortó la voz. Pero no derramó ni una sola lágrima. Tampoco le hacían falta para mostrarse como la mujer derrumbada que en realidad era a pesar de la simulación de risas que había tenido con Juanjo hacía unos instantes. Él sin embargo, la miraba, no mostrando compasión por su tristeza, sino algo muy distinto. La expresión de aquel chico era como de admiración.
- Laura, ven aquí, por favor.
Se lo dijo en un tono de voz muy apacible, relajante, y por eso fue que ella accedió con facilidad y volvió a sentarse a la vera del muchacho. Tendría sólo veintipocos años pero la miraba como si fuera el hombre más viejo y sabio del mundo.
- Hay muchas personas - comenzó a decir de un modo casi hipnotizante - que creen que es el destino lo que guía nuestras vidas, y lo que hace que vayamos conociendo a unas personas y a otras no, y también lo que acaba uniendo finalmente a la gente. Si eso es cierto, parece ser entonces que para el destino la historia entre Diana y yo era una historia de amor imposible; una historia que nunca acabaría por suceder, como así fue. Pero el caso es que yo no logro imaginarme a alguien mejor para mí que no fuera Diana; igual que no logro imaginar a una madre mejor que la que tú fuiste para ella.
Y después de aquello, silencio. No pudo saber a ciencia cierta cuánto tiempo pudieron permanecer así, mirándose a los ojos, tan cerca el uno del otro. Ni tampoco supo qué era aquello que se movía en su interior y que le provocaba aquel calor tan intenso que le ponía los pelos de punta. En realidad sí lo sabía, pero no quería saberlo.
Fue ella la primera en apartar la vista. Tosió.
- Juanjo, eres un chico muy amable, me ha encantado conocerte, de verdad…
Él se levantó, nervioso, y le dio la mano.
- Claro, lo mismo digo, ha sido un placer, Laura. Te agradezco muchísimo tu atención y tu tiempo…
- Por favor, no hay de qué.
Le acompañó hasta la puerta. Allí se despidieron casi sin mirarse a la cara. “Adiós”, “Adiós”. Ni siquiera se atrevió a decirle que podía volver cuando quisiera, y por supuesto, tampoco él se atrevió a preguntárselo.
Una vez se fue, Laura entró por segunda vez en aquel día en la habitación de su hija. Acababa de recordar una cosa de ella: le gustaba guardar los tickets de las películas que veía en el cine en un cajón de su escritorio. El más reciente tenía el título de una película de zombis.
Luego, Laura visitó de nuevo el cuarto de baño.


     
3

Entró en casa y fue directo a encerrarse en su habitación.
Allí no paró de dar vueltas, con las pulsaciones a mil por hora, sin poder dejar de pensar, sin poder dejar de hacerse cientos de preguntas sobre lo mismo: qué es lo que había pasado, qué había hecho. Nada. Por supuesto que no había hecho nada.   ¿Había pensado siquiera en hacerlo? ¿Hacer el qué? ¡Por favor, aquello era ridículo!
Se dejó caer sobre la cama. Estaba agotado. Los últimos días habían sido muy extraños. Y lo peor era que esos días se extendían ya a las últimas semanas. Semanas llenas de interrogantes, de dudas, de desconcierto. Desconcierto ante lo que sentía. Toda una mezcla de confusión que no le dejaba ver nada claro.
Lo único que Juanjo podía asegura con absoluta certeza era una cosa: se había sentido tan bien con Laura como cuando conoció a Diana.
Pero aquel pensamiento no hacía otra cosa que ponerle más nervioso. Así que para relajarse, se metió la mano debajo del pantalón y comenzó a masturbarse. No porque estuviera excitado, ¡no! Por lo menos no de una manera sexual, se entiende. No, Juanjo, algunas veces, practicaba la masturbación como una forma de afrontar el estrés: le ayudaba a estar más tranquilo en momentos de tensión. Ni siquiera se le vino a la mente una sola imagen de Laura, ni por un segundo. Aunque también es verdad que tuvo que concentrarse mucho para que eso no pasara.
De repente escuchó los pasos de su madre pasando por detrás de la puerta. Dejó de tocarse, se levantó bruscamente y salió de su cuarto.
Su madre estaba en bata, llevaba un vaso de agua y se dirigía a su habitación, donde estaría el padre de Juanjo, ya dormido.
Juanjo la detuvo. Le dijo que quería contarle algo.
Y se prometió a si mismo que a partir de entonces trataría de hablar más con sus padres.



Laura apretó los párpados contra sus ojos. Pensó que quizá, si presionaba fuerte contra sus globos oculares, conseguiría dormirse.
Otra noche en vela.
Aunque esta vez el motivo de su insomnio no fuera el mismo.
Apretó más los párpados.
Recordó sus relaciones con los hombres desde que había tenido a Diana. No habían sido pocas. La consideraban una mujer atractiva. Sin embargo, la mayoría de ellas fueron cortas, esporádicas. Laura no pensaba que hubiese tenido mucha suerte con los hombres que había conocido. O quizá fueron ellos los que no tuvieron suerte con ella. El caso es que todas sus relaciones se basaban prácticamente en una sola cosa: sexo.
Como la última de ellas. Con Rafael. Su actual jefe. Cinco meses de citas a escondidas en hostales baratos de polvos de cinco minutos. Por eso duró poco. O quizá duró demasiado. Hasta que Rafael dejó preñada a su mujer. Justo en el momento oportuno, cuando ella ya había dejado de sentir algo por él. Si es que en realidad alguna vez llegó a sentir nada.
La hija de Rafael estaba a punto de cumplir un año.
Eso significaba que hacía mucho tiempo que un hombre no la tocaba.
Apretó más los párpados.
Pero ¿cuánto hacía que no sentía lo que había sentido esa tarde hablando con Juanjo? Eso no lo recordaba. Cuando él le dijo que era incapaz de imaginar a una madre mejor para Diana que no fuera ella, y el tiempo se detuvo en su mirada, esa mirada de niño-viejo que le acariciaba la piel hasta erizársela, que levantaba la voz por encima de esas cuatro paredes tan chillonas, esa mirada que la alejaba de allí, de su encierro, y la llevaba a un lugar tan lejano que ni siquiera los recuerdos podían alcanzarla.
Y entonces quiso besarle.
Pero supo que si lo hacía luego se sentiría como una perra traicionera. Como una fulana. Como la más puta entre las putas.
Apretó más los párpados.
Laura no creía en Dios. Había estado a punto de creer cuando Diana murió, sólo para decirle lo grandísimo hijo de puta que era por haberse llevado a su hija. Pero la tragedia le dejó sin fuerzas para odiar a nadie, así que siguió siendo atea. No creía por tanto que hubiera otra vida, ni tampoco creía en los fantasmas, exceptuando a aquellas paredes que esa noche se habían empeñado en no parar de llamarla ramera. No. Siendo razonable - lo que casi resultaba imposible en esos momentos -, cualquier situación que se diera en vida no podía perturbar a los muertos. Era así de fácil. Pero en este caso había una premisa que complicaba esa lógica: el chico estaba enamorado de Diana. Esos sentimientos eran suyos, de su hija; y no iba a ser ella la golfa que se los quitara.
Si le hubiese besado, aquellas paredes la hubieran dejado sorda.
Abrió los ojos y miró hacia arriba.
El techo estaba a sólo dos centímetros de ella.




4

Llevaba casi dos horas con aquella chica y todavía no había escuchado nada que no supiera ya o que no se hubiese imaginado.
Y eso que Cristina Linares, compañera de facultad y amiga de Diana, no había cerrado la boca ni un momento.
Juanjo le expuso sus motivos de una manera menos clara y abierta que como lo hiciera con Laura el otro día, pero igual de efectiva. Cristina creyó que aquello era bonito, romántico, y accedió encantada, incluso entusiasmada, mientras tomaban un café, a contarle todo lo que sabía sobre Diana. Que no era gran cosa.
A Diana efectivamente le gustaban las películas de terror, pero sus amigas sentían un poco de vergüenza ajena cuando la acompañaban al cine a ver una, porque no se estaba quieta ni un momento: pegando gritos, dando saltos o agarrándose a quien tuviera a su lado.



Nombre: Diana. Edad: veintidós años. Estatura: 1’75. Peso: 68 kilos (variable según época del año). Medidas: 92-66-93. Ciudad: Málaga. Residía: en casa de su madre. Ocupación: estudiante de Psicología (en cuarto curso antes de su fallecimiento), y camarera a tiempo parcial en un pub cercano al domicilio familiar. Signo del zodiaco: Sagitario. Color: Amarillo; el rojo o el negro para vestir. Plato favorito: los macarrones. Bebida: la cerveza. Su película preferida: Alien. Un libro: “Los Ángeles Perdidos” de Manuel Leguineche. Música que le gustaba: preferentemente rock; Nirvana, Bon Jovi, Queen; algún clásico como Little Richard; y en España Fito y los Fitipaldis. Aficiones: la natación, el ajedrez e ir a festivales de música. Ropa: cualquiera; sencilla para los días de diario y elegante y ligeramente provocativa para salir de fiesta. Alguien a quien admirara: un actor, Al Pacino; y una actriz, Sigourney Weaver. Su día de la semana: el sábado. Un animal: la pantera. El chico ideal: uno que le hiciera reír siempre. Algo que le encantara que le hicieran: que le acariciaran la parte lateral del cuello con el dedo índice. Un lugar para perderse: en Egipto. Qué le fascinaba: la mente humana. Qué odiaba: que los poderosos se aprovecharan de los débiles. Alguna cualidad especial: podía doblarse los dedos hacia atrás hasta casi tocarse la muñeca. Alguna fobia: las cucarachas. Qué le ponía: una conversación ingeniosa y George Clooney. Qué le asqueaba: las mentiras. Defectos: olvidadiza, despistada, cabezota, y que roncaba. Virtudes: dulce, sincera y siempre disponible para sus amigos.
Y nada más. Esa era Diana. Aquello fue todo lo que Juanjo sacó de Cristina Linares. Y aunque era bastante, porque qué más se podía saber de una amiga, qué más se podía saber de una persona, para Juanjo era insuficiente. Como mínimo todavía había una cosa que Juanjo necesitaba averiguar ya.
- Cristina, tú… ¿crees que Diana quería a su madre?
La chica se quedó un poco bloqueada; no esperaba esa pregunta.
- ¿Por qué no iba a quererla?
- No estoy insinuando que no la quisiera, lo que quiero decir es… - no sabía muy bien lo que quería decir, pero sobre todo no sabía si él debía hacer ese tipo de preguntas -. ¿Diana no mencionaba a su madre, no hablaba de ella, no os contaba cosas que hicieran juntas?
  Cristina se quedó pensando.
- Sí, algunas veces nos decía algo, pero nada que fuera especial. En fin, yo tampoco le cuento a mis otras amigas las cosas íntimas que hago con mi madre, así que no veo porqué Diana tuviera que hacerlo. Pero no creo que hubiera una mala relación entre ellas sino todo lo contrario.
Claro. Era una respuesta comprensible. De hecho, era lo que hubiese dicho cualquiera. Si Diana hubiera estado allí y Juanjo le hubiese preguntado: “Diana, ¿tú quieres a tu madre?”, ella le hubiese contestado algo así como: “¡Pues claro que la quiero, y si no la quisiera, a ti te lo iba a contar!” Si es que tenía unas cosas.
- Está bien, Cristina. Tengo que irme. Te agradezco mucho que me hayas ayudado.
- No hay de qué Juanjo. Yo… Creo que entre vosotros dos hubiera podido pasar una historia.
Juanjo la miró a los ojos y comprobó que se lo había  dicho con  lástima.  Sí,  la  verdad es que aquello no resultaba ningún consuelo para él.
Se levantaron, se dieron dos besos y él se encaminó hacia la salida de la cafetería. Cuando estaba a punto de salir la llamada de Cristina le detuvo. Él se volvió y observó a la muchacha acercándose algo insegura.
Juanjo la interrogó con la mirada.
- Creo que Diana llevaba tiempo escribiendo un diario. A lo mejor su madre no lo sabe.
Él salió de allí corriendo.



Laura sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
Alguien llamó repetidas veces al portero electrónico, un hecho que la sobresaltó. Desde la muerte de Diana casi nadie llamaba allí, y mucho menos con aquella inesperada insistencia.
Pero cualquier atisbo de desconcierto desapareció cuando Laura descolgó y oyó una voz familiar.
- Laura, soy Juanjo.
- Hola Juanjo - esperó unos segundos a hacer la pregunta -. ¿Quieres subir?
- No - aunque le hubiera encantado -, gracias Laura. Sólo he venido porque quería hacerte una pregunta.
- Ajá. Adelante.
- ¿Sabes si Diana estaba escribiendo un diario?
- ¿Qué? ¿Es eso cierto?
- No estoy seguro, pero… Puede ser.
Hubo silencio. A Laura la relevación le había cogido muy de sorpresa.
- Lo comprobaré.
- Creí que debías saberlo.
- Has hecho bien.
Silencio.
- Hasta luego.
- Hasta luego, Laura.
Ella colgó el auricular. Y en seguida volvió a descolgar.
- ¡Juanjo!
- ¿Sí? ¡Estoy aquí, dime!
- Gracias. Muchas gracias.
- De nada.
Laura colgó, y se fue directa a la habitación de Diana.



Estuvo buscando durante mucho tiempo, pero no encontró nada. 
Aquella posibilidad de que Diana tuviera un diario y ella pudiera leerlo era como abrir una ventana que se había quedado encajada, como encender una bombilla que se había fundido; era, en definitiva, una nueva oportunidad de volver a disfrutar de su hija, y la idea le entusiasmó tanto que ni siquiera se planteó la posibilidad de que a Diana no le gustase que su madre penetrara en sus recuerdos, en sus vivencias, en sus secretos. No se lo planteó porque estaba segura que su hija no le hubiera negado nunca ese privilegio, ahora que ella la había dejado para siempre. De hecho pensó que era la forma de despedirse de Diana, de decirle adiós.
Pero el diario no estaba. Y la ventana volvía a cerrarse, y las luces se apagaban, y todo volvía a ser tinieblas.
Desesperada, buscó una salida, alguien o algo que pudiera decirle donde estaba ese diario. Sólo se le venía a la cabeza la imagen de Juanjo.
Tenía su número, él se lo dio la tarde que compartieron juntos. Nunca pensó que lo llamaría - no creyó que fuera oportuno hacerlo -. Pero ahora le necesitaba.
Laura necesitaba oír su voz.
- ¿Sí?
- Juanjo no lo encuentro. ¿Estás seguro de que ese diario existe? - ella misma se dio cuenta de lo angustiada que parecía.
Hubo silencio. Él pensaba.
- Laura, ¿has probado a mirar en el ordenador de Diana?
Ella colgó.  



Fue como si su hija le hablara desde el más allá.
Juanjo había acertado. Laura encendió el ordenador, se metió en una carpeta con el nombre de Diana y abrió un archivo con el siguiente título:
“Mi Vida”
Diana había empezado aquel documento el día de su dieciséis cumpleaños, y las primeras líneas de aquel diario rezaban así:
<< Hoy he cumplido dieciséis años, y mi madre lo ha querido celebrar comprándome un ordenador. Para mí ha sido una sorpresa enorme, porque aunque yo llevaba tiempo tratando de convencerla para que me hiciera este regalo, ella se negaba porque era algo demasiado caro, y yo le protestaba diciendo que lo necesitaba para hacer los trabajos del instituto, y así empezábamos una discusión. Pero finalmente ella ha cedido, como casi siempre que yo quiero algo. Y no puedo evitar sentirme un poco culpable, porque sé que ella no gana mucho dinero, y como estamos las dos solas, y yo soy estudiante, le cuesta acarrear con todos los gastos. En fin, sólo espero poder compensar algún día el esfuerzo que realiza por mí.
  << He decidido, ahora que por fin tengo ordenador, empezar un diario. A través de él trataré de narrar los acontecimientos, anécdotas, emociones y pensamientos más transcendentes en mi vida a partir del día de hoy. Intentaré para ello hacerlo de la forma más honesta posible. Creo que hay personas que cuando escriben sobre sus vidas no son del todo sinceras. Es un error común. ¿Quién no se ha mentido alguna vez a sí mismo? ¿Quién no se ha dicho alguna vez: “la culpa es de el otro”, cuando es él quien se siente culpable; o: “no me gusta ese chico/a”, cuando en realidad no puede evitar sentirse atraído/a por esa persona? Yo intentaré no caer en esa falacia. Quiero que las palabras que escribo sean el reflejo de un espejo en el que todo el mundo pueda reconocerme. Tal como soy yo.
<< Y ésta es mi vida>>.
Era el primer folio de seiscientos setenta y cinco más. Centenares de páginas virtuales cargadas de sentimientos, de experiencias, de... Vida.
Porque para Laura aquel día fue como si su hija, Diana, hubiera resucitado, y la visitase para contarle todo aquello.
Estuvo leyendo hasta la madrugada. No cenó. Ni siquiera se levantó un momento para ir al servicio o beber un poco de agua. Había fragmentos que releía una y otra vez. Y a veces casi sentía ganas de coger el monitor y abrazarle, y besar la pantalla. Sólo entonces, y por un segundo, se acordaba de Juanjo.
Seguro que él no era capaz de imaginarse ni una cuarta parte de lo feliz que la había hecho. Porque era feliz, a pesar de toda la pena que seguía existiendo dentro de ella. No podía evitar sentirse contenta. Ni podía, ni quería.
Por eso cuando Laura leyó uno de los últimos fragmentos del diario, el cual le llamó especialmente la atención, no quiso evitar que una ola de alegría le inundara todo el cuerpo, ni reprimir unas carcajadas estrepitosas, sin importarle lo que aquellas cuatro paredes silenciosas dijeran de ella.
Esto fue lo que leyó:
<< Es sábado por la noche y no he salido, de lo contrario no estaría escribiendo estas líneas. El motivo: un día horrible. No para de llover, y amenaza continuamente con tormenta de las gordas. Así que he preferido quedarme en casa y pasar la noche  con mi madre.
<< Ella me ha propuesto que viéramos una película de miedo las dos. Yo ya la había visto, pero no se lo he dicho. En realidad, me he hecho la tonta y he exagerado todos los sustos, agarrándome a ella cada vez que  pasaba  algo  y  apretándola  fuerte;  ella  se  ha quejado porque decía que la ponía nerviosa y la verdad es que nos hemos reído mucho.
<< No sé muy bien por qué lo he hecho, pero supongo que ha sido porque quería abrazarla. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Y me gusta sentir su tacto. Me gusta tocarla porque… Es como una forma de saber que está ahí. Aunque eso también es una tontería porque yo sé que siempre estará ahí. Es mi madre.
<< Bueno, el caso es que pasar una noche de Sábado en casa no ha sido tan aburrido como yo pensaba. Es más, puede que lo haga más veces, aunque no llueva. Tampoco hay que salir siempre.
<< O podríamos salir las dos juntas a ligar por ahí. Creo que hace tiempo que ninguna de las dos echa un polvo - ella más tiempo que yo, para que nos vamos a engañar -, así que no sería mala idea.
<< La conozco. Seguro que si leyera esto último se descojonaría de la risa>>.



5

Esa noche soñó con ella. Soñó que la volvía a besar.
Fue tan real. Tan parecido a aquella vez. Las emociones, las sensaciones, todo. Como si estuviera pasando de verdad. Aunque él mismo, dentro de su sueño, sabía que no era así.
Pero a pesar de eso, quiso que fuera eterno, que no se terminara nunca, que el beso durará toda la vida. Sólo se despegó de sus labios un segundo, para mirarla a los ojos.
Juanjo entonces despertó sobresaltado.
No era Diana. Era Laura.



Rafael estaba hablando por teléfono cuando la vio aparecer. En un segundo, se disculpó con su interlocutor y colgó. Estaba sorprendido de verla.
- Laura…
- Hola Rafael, sé que no me esperabas, pero temía que si te avisaba te negarías a recibirme - su tono de voz le había parecido firme, pero no lo suficiente -. Quiero volver al trabajo - eso sí se había acercado más a lo que ella pretendía.
- Laura…
- ¡No! Ya sé lo que vas a decirme, pero no quiero oírlo. No quiero oír que necesito tiempo para recuperarme porque he recibido un palo muy duro y que ahora mismo lo único que estoy en condiciones de hacer es quedarme en casa llorando y sufriendo porque es lo se debe hacer en estos casos. ¡No! ¡No quiero oírlo porque estoy cansada de oírmelo decir a mí misma! - tuvo que parar para aguantar el llanto. Aparentar ser más dura le hacía ser más frágil -. Estoy harta, ¿entiendes? Quiero tener una vida normal y que dejen de tratarme como si la muerta fuera yo, quiero…
- Laura…
- ¡Déjame terminar! No muestres compasión porque sé que eso te hará sentir bien, ¡y la que necesita sentirse bien ahora soy yo! Así que vuelve a darme el trabajo o…
- ¡Laura, joder, calla de una puta vez, coño!
Lo dijo en un tono tan agresivo que la congeló. Incluso, si no se hubiera quedado tan helada, se hubiera atrevido a darle un abrazo.
- Laura, ya han pasado tres semanas. Iba a  esperar  una  semana  más  para  llamarte  yo mismo si tú no te atrevías a hacerlo antes, pero ya veo que no era el caso. Puedes  volver cuando quieras con nosotros. Es tu decisión, siempre lo ha sido.   
¿Tres semanas? ¿Habían pasado tres semanas? ¿Tan poco tiempo dura una eternidad?
Laura volvió la vista hacia la ventana de la oficina. Se vio reflejada en ella. ¡Era imposible que hubiera pasado tan poco tiempo cuando ella había envejecido por lo menos diez años!
Luego miró a su jefe.
- Quiero un aumento.



Empezó a llover.
Juanjo estaba pegado a la ventana, viendo la lluvia caer, pensativo.
Un millón de cosas le venían a la cabeza. Algunas buenas, otras no tanto; algunas las desechaba; otras quedaban encajadas en su cerebro como produciendo un atasco mental. Había una mezcla de fantasías y recuerdos.
De entre las primeras, la protagonista era Laura. Laura sonriendo, Laura riéndose, Laura siendo feliz. No era capaz de ir más lejos de eso.
De entre lo segundo, recuperó un nombre que hacía tiempo que había quedado encerrado en lo más hondo de su memoria y que ahora emergía de las profundidades de su psique: Vanesa.
Vanesa, la de la sonrisa cegadora; la amiga que parecía que quisiera ser más  que  amiga;  la primera chica que consiguió enamorarle.
Vanesa, la que se fue cuando terminaron el bachillerato para estudiar lejos, olvidándose de él, dejándole echo polvo, castigándole con un sufrimiento del que le costaría mucho recuperarse.
Pero lo hizo. Conseguir olvidarla fue lo más duro que tuvo que hacer en su vida.
Lograrlo le enseñó algo: él era capaz de cualquier cosa. Incluso de volverse a enamorar. 
Juanjo se dio cuenta entonces: la lluvia le estaba dejando empapado. Iba camino de casa de Laura.



Llamó varias veces al timbre de la puerta, pero no le abrió. No parecía que hubiera nadie. Mejor así.
No había sido una buena idea. En el fondo sabía que Laura no sentía lo mismo que él hacia ella. Y además no se encontraba en un buen momento para sentir nada hacia nadie, y muchísimo menos hacia él, el chico que podría ser el actual novio de su hija, su futuro yerno. Sólo con habérselo propuesto la habría inundado en el mismo mar de confusión en el que ahora él se sentía, y Laura no necesitaba precisamente algo así.
Ni siquiera habría sabido qué decirle.
Dio media vuelta y se dirigió al ascensor, con la firme convicción de no volver nunca más allí. Alguien estaba subiendo a ese mismo piso.
Cuando se abrió la puerta Juanjo vio dos enormes ojos negros que se lo comían de la sorpresa.
Iba a decir alguna estupidez cuando Laura le besó.



6

Cuando entraron en el piso ya estaban casi desnudos.
Ambos estaban sedientos el uno del otro; como si de cada beso quisieran extraer todo el jugo posible.
Las últimas prendas se fueron quedando en el camino hacia el dormitorio de Laura.
Allí, ella se tumbó boca arriba sobre su cama, dejándole a él que contemplara con fascinación toda su desnudez. Notó como su mirada le acariciaba cada zona de su cuerpo. Luego fueron sus manos.
Aquellas manos trazaron en su piel lienzos de placer. Y Laura se sintió mujer entonces. Lo supo cuando comenzó a sentirse húmeda; cuando notó la erección de sus pezones; cuando su respiración se volvió tan agitada que se convirtió en jadeos. Y luego fue su boca.
La boca de Juanjo recorriendo cada centímetro, adentrándose en cada hueco, alcanzando todos los rincones de su ser. Y ella que sentía con cada roce una nueva contracción y como su corazón vibraba y vibraba con más fuerza haciendo que el rubor sexual se apoderara de ella.
No fue hasta que notó su duro y caliente sexo dentro de ella cuando empezó a gemir. Cerró los ojos, ancló sus manos a la espalda de Juanjo, y se dejó llevar por el éxtasis. A otro lugar, a otro mundo, a una galaxia llamada olvido.
Notó como todos sus músculos se contraían. Tuvo que morderse el labio para no gritar. Una corriente eléctrica le atravesó el cuerpo de un extremo a otro.
Se sintió tan bien. La hizo sentir tan bien.
Parecía como si aquel muchacho tuviera una capacidad mágica para eso.



Fue un silencio muy largo, pero agradable. Lo suficientemente largo como para recuperar fuerzas después de tanta intensidad tan bien derrochada en sólo un momento. A ambos les gustaba estar el uno al lado del otro, con la piel desnuda, aunque ni siquiera se estuvieran mirando a la cara cuando Laura comenzó a hablar.
- Me estuviste vigilando antes de atreverte a visitarme, ¿verdad?
- ¿Cómo?
- Cuando te vi por primera vez me sonó tu cara. He supuesto que te acercaste por aquí varias veces pero no te atreviste a hablar conmigo, y que en alguna de esas ocasiones coincidimos, aunque sólo fuera de pasada.
- Recuerdo una vez en el cementerio, la primera. Luego, otra en la entrada del edificio. Yo estaba pensando en qué debía decir cuando llamara a tu portero electrónico y entonces te vi salir. Llevabas gafas oscuras; no advertí que te fijases en mí.
- Dime, ¿qué pensabas de mí antes de conocerme?
- No sé, Laura…
- Por favor.
Él estuvo un rato pensativo, hasta que se atrevió a contestar.
- Cuando te vi frente a la tumba de Diana no me atreví a acercarme. Parecías tan frágil, todo el rato con la vista fija en el nicho; pensé que si hubieras desviado la mirada sólo por un instante te habrías desvanecido, como una estatua de sal. Parecías… Vacía de todo, excepto de tristeza. Como si todo lo demás te lo hubieran arrancado de golpe. Pero cuando te conocí supe que no era cierto.
Laura pensó un momento en sus palabras. Había algo de razón en aquello. Recordó que exactamente como había dicho Juanjo sintió cómo se lo arrancaban todo de una vez. E imaginó que algún día sería capaz de recuperarlo.
- Juanjo, tengo tanto que agradecerte y no puedo. Si supieras lo mucho que me has ayudado, todo lo que has hecho por mí.
- Y tú por mí, Laura. Ha sido recíproco.
- No, Juanjo, pero esta vez no. Ahora tengo que pedirte una última cosa, algo de lo que no obtendrás compensación por mi parte.
- Sí, Laura.
- Tú me has hecho sentir cosas buenas en tiempos malos. No quiero estropear eso. Dilo tú por mí, Juanjo. Solo te pido eso, nada más. Te lo prometo.
- Lo sé, Laura.
- Por favor.
Él la miro a los ojos como si fuera la última vez. 
- No nos volveremos a ver, Laura, lo siento.
Y ambos sintieron sus corazones resucitando un solo segundo para romperse por última vez en sus vidas.





7

Llegó cinco minutos antes a la terraza del café. Y cinco minutos después de la hora de la cita, llegó ella.
Estaba radiante. Sólo habían pasado tres meses  desde que la viera por última vez, pero parecía diez años más joven. Casi como si fuera otra persona. Incluso parecía esbozar una leve sonrisa.
Le había llamado la noche anterior. No se lo creyó cuando escuchó su voz. Y cuando le confirmó su nombre pensó que se trataba de un sueño. Después de todo, no sería la primera vez que soñaba con ella desde que decidieron separarse. En realidad lo decidió ella. Él simplemente no se opuso.
Y ahora volvía. Y volvía para decirle que quería verle, que tenía que hablar con él. Que ya se lo explicaría esa tarde en el café. ¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Qué le había sucedido? ¿Es que quería volver a torturarle con su belleza? ¿Volvía para marcharse de nuevo o iba a quedarse? Y si lo hacía, ¿por qué? ¿Qué le había hecho cambiar de opinión? ¿O a lo mejor era que sólo tenía tantas ganas de verle como él las tenía de verla, de abrazarla, de besarla? Dudas y más dudas que no le dejaron dormir la noche anterior.
Las respuestas dejaron de importarle en el mismo momento que la vio. Allí estaba, frente a él; justo lo que había estado deseando durante los últimos tres meses.
Se sentó y se quitó las gafas oscuras. Sus ojos negros  brillaban,  igual  que  la soleada tarde.
Hay muchas personas que creen que es el destino lo que guía nuestras vidas…
- Hola, Juanjo.
… Y  lo que hace que vayamos conociendo a unas personas y a otras no…
- Te veo muy bien, Laura.
… Y también lo que acaba uniendo finalmente a la gente.
- Estoy embarazada.



A mi madre.


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