jueves, 20 de octubre de 2011

El pueblo.

Era ésta la historia de un pequeño pueblo enclavado en medio de grandes montañas y verdes pastos, junto a un río de agua clara y donde el aire se respira limpio y fresco.

Los habitantes de este pueblo vivían bajo el mandato de un gobernador que dirigía la política del lugar con mano firme. Era un hombre que trataba de ser justo, pero que traicionaba ese valor atesorando con recelo todo el poder para él mismo. Nadie se atrevía a contradecirle y mucho menos a levantarle la voz, pues tenía a la guardia de su lado para garantizar el cumplimiento de sus leyes. Y aunque los niños jugasen a la pelota en la plaza mayor del pueblo, ignorantes de las desdichas de la comunidad, eran los únicos en aquel sitio, que por su temprana edad e inocencia, podían sentirse libres.

Sin embargo, con el tiempo, el gobernador fue haciéndose un hombre viejo, y ante su inminente muerte, los hombres más sabios del lugar, aquellos que pertenecían a las familias mejor posicionadas y que habían podido estudiar fuera del pueblo, ilustrando así sus mentes con nuevos aires venidos de otras tierras, fueron en secreto preparando el terreno para que cuando el gobernador exhalara su último suspiro, ellos pudieran instaurar un orden político más progresista y acorde a los modernos tiempos. Y así sucedió, justo después del funeral con honores del gobernador, estos ejemplares ciudadanos unieron sus privilegiadas mentes para entre todos poner los cimientos de una nueva forma de organización, a través de la cual los hombres y mujeres del pueblo pudieran desarrollar una vida más justa, igualitaria y libre.

No sé si les suenan estos principios…

En fin, así vivieron bajo este nuevo sol, a partir de entonces, los ciudadanos de la comunidad. Durante un tiempo. Hasta que un día, llegó al pueblo, un mercader. Era un hombre de edad avanzada, aunque muy sano aún, delgado, de cara aguileña y ojos pequeños pero a los que no se les escapaba nada. Su habilidad en los negocios y su astucia sólo podían compararse con su codicia. Muy pronto, el mercader, se hizo un hueco importante en el pueblo, y progresó con buena fortuna en sus empresas, gracias, en gran parte, a sus acercamientos a los hombres que se encargaban de la organización y administración política del lugar, que, casualmente, no eran otros que aquellas mentes nobles que habían operado la mudanza del dominante gobierno anterior al presente equilibrio que existía ahora.

- Los libros del colegio son viejos y desactualizados -decía el mercader-; yo podría traer libros nuevos y más atractivos, capaces de encender el intelecto más pobre y menos ágil.

- Pero habría que pagarlos y no sé… -le contestaban en un principio.

- Oooh, sólo por un módico precio -respondía él- ¿Y qué significan unas monedas, que apenas ocupan su lugar en el bolsillo de un hombre, comparadas con el futuro de un niño que crecerá como una persona sabia y provechosa para la comunidad?

Sus argumentos eran seductores… Aún más cuando los acompañaba de ciertos favores económicos a aquellos ante los que exponía su oferta.

De este modo, el mercader, casi sin que los habitantes del pueblo se dieran cuenta, se fue apoderando de la escuela, del hospital, de los comercios, de las tierras de cultivo y arado, de los animales… Todo aquel que quisiera educar a sus hijos o curar sus enfermedades, o comer o vestirse, tenía que rendir ahora siempre cuentas antes con el mercader, que además, aprovechándose de su época de bonanza, subía los precios de sus productos o servicios con el afán de aumentar con cada nuevo alba sus ya de por sí abundantes riquezas.
Hasta que un alba, alguien, un ciudadano asentado en la política del lugar, le llamó tímidamente la atención:

- Mercader, los hombres y mujeres del pueblo se están arruinando, no pueden pagar tus servicios, y la ingrata dama pobreza está ya llamando con insistencia a las puertas de muchos hogares. ¿No podrías hacer un esfuerzo, para tus conciudadanos, y bajar los precios?

- Oh, cómo se nota, querido amigo -dijo el mercader-, que la economía no es disciplina que sea tu fuerte, ni mucho menos. Si bajo los precios, con lo que me cuesta a mí proporcionaros los productos de los que podéis disfrutar gracias a mi sacrificado esfuerzo, sería yo el que finalmente acabaría convirtiéndome en anfitrión de esa dama de la que has hablado. No obstante, creo haber hallado una solución para vuestros problemas y que a la postre será mucho más satisfactoria para todos. Conozco a una persona, es un buen amigo de toda la vida, y aunque no es de sangre, lo estimo como a un primo. Él se dedica, casi desinteresadamente, así de grande es su corazón, a sacar del apuro a sus semejantes en horas más bajas.

- ¡Vaya! -dijo impresionado el otro hombre- ¡Sería fabuloso contar en el pueblo con un hombre así! ¿Y a qué se dedica ese gran amigo tuyo, mercader?

- Es un usurero.

- ¿Un usurero? ¿Y puedo preguntarte en qué consiste ese oficio? -preguntó el hombre, que nunca antes había escuchado ese término.

- Oh, simplemente -respondió el mercader-, es un hombre que presta dinero a cambio de que se lo devuelvan en un plazo lógico y añadiendo a ello un interés insignificante, baladí.
Pronto, el usurero se asentaría en la comunidad, gracias a los comentarios de patrocinio de su amigo el mercader. Y con él llegaría acompañándole la desgracia. No pasó demasiado tiempo para que la gran mayoría de los habitantes del pueblo se vieran endeudados por los préstamos del usurero, cuando no arruinados, y muchos de ellos perdieron sus casas, todas sus pertenencias, e incluso se vieron obligados a partir a otros lares, dejando a familia y amigos atrás. Los que quedaron, nunca se habían visto en una situación tan pésima, y si antes no podían alzar la voz durante el mandato del gobernador, ahora, asfixiados por las deudas, ni siquiera podían respirar.

Un día, aquellos mismos que de niños jugaban en las calles, volvieron a ocupar la plaza del pueblo, pero esta vez, para hablar.

- ¡No podemos seguir así, esto no es vida!

- ¡El mercader, el usurero, e incluso los hombres de la política, se enriquecen mientras en mi casa mis hijos pasan hambre!

- ¡Es verdad, estábamos mejor con el gobernador!

- ¡No diga usted eso, oiga, con aquel miserable no podía andar uno ni tranquilo por las calles por miedo a que lo apresara la guardia!

- ¡No discutan ustedes, hagan el favor! No es cuestión de si antes estábamos mejor o ahora peor o viceversa… Nuestros problemas son actuales y son muy graves, ¡y tenemos que hacer algo para solucionarlos!

- ¡Vamos hombre! ¿Y el qué, qué vamos a hacer nosotros, qué podemos hacer unos ciudadanos comunes como nosotros?

- Pues no lo sé… Pero algo habrá que hacer, algo habrá que hacer.

Y siguieron hablando. Y hablaron tanto que hasta se les hizo de noche. Y al día siguiente volvieron a reunirse, y al otro, y al otro… Y pasarían muchos más días, muchísimos más, hasta que pudieran solucionar sus males y cambiar las cosas. Pero ese mismo día en el que volvieron a la plaza, ese día, aunque ellos todavía no se habían dado cuenta de ello, el cambio más grande de todos, ya se había producido.

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