Una breve delicia erótica... ¡y de terror!
No sé cómo he llegado hasta aquí.
Yo no vengo nunca a sitios como estos. Me lo han impedido fuertes
escrúpulos morales que ahora ya no parecen ni tan fuertes ni tan escrupulosos.
Y es que cuando el corazón se vuelve frágil, supongo que la moral también se
debilita.
La echo tanto de menos.
Creo que fue Teo quien me convenció. No estoy completamente seguro porque
todo es muy confuso para mí en este momento. Me imagino que debió contar con la
inestimable ayuda de las cervezas que nos tomaríamos al salir de la oficina.
Rafa también pondría de su parte. Los veo a los dos charlando ahora con dos
japonesitas vestidas de colegialas que se apoyan con descaro sobre sus
entrepiernas.
El club es un parque temático de la lujuria asiática, no apto para niños.
La música, la decoración e incluso el aroma, te transportan a un universo
oriental, lejano y embriagador.
Su mirada también.
Se encuentra en el otro extremo de la barra. Y aunque la sombra de su
peinado de cortinilla, al estilo Cleopatra, tapa sus ojos, yo ya sé que ellos
me están llamando.
Así que voy.
Lleva un vestido negro, ajustado y con escote, y lo primero en que me
fijo al llegar frente a ella es en la serpiente que mora en su hombro izquierdo
desnudo. Luego trato de descubrir cómo son sus ojos, sin embargo la cortina que
los custodia es demasiado espesa. Le digo algo porque quiero que cuando me
conteste me revele con sus palabras cómo es el tono de su voz, pero ella se
queda callada. Sólo sonríe de forma sutil, aunque no tan misteriosa como para
hacerme creer que carezco de su favor.
Subimos.
Me agarra la mano en las escaleras y me guía, siempre delante de mis ojos,
atrayéndome a ella, hipnotizándome con la cadencia de su cuerpo. Es sinuosa
como la serpiente que lleva dibujada. Un reptil con alas de ángel que la hacen
levitar por encima de los peldaños que llevan hasta su agujero.
O hasta su cielo. Entramos dentro de él.
Ni siquiera me fijo en qué aspecto tiene la habitación porque no soy
capaz de apartar mis ojos de ella. Y mucho menos cuando se desnuda. Sus pechos
son pequeños y apetecibles. Me los meto en la boca y los saboreo mientras me
ayuda a quitarme mis prendas. Sus pezones se levantan y mi sexo lo hace también,
al mismo tiempo. Ella se agacha y me pone el condón con la boca, suavemente,
artísticamente. Su talento es una bendición en este mundo infernal y
apocalíptico en el que nos encontramos inmersos…
La agarro de las axilas y la levanto para evitar agradecérselo tan
pronto.
Busco su cuello y lo encuentro con un beso. Rechazo la idea de que mis
labios toquen los suyos porque son tan perfectos que temo estropearlos.
Acaricio con mi lengua su yugular, lo suficientemente alto como para que la
serpiente, en un hipotético ataque de celos, no pueda alcanzarme si lo
intentara. Luego la abrazo y trato de fundirme con su frágil cuerpo. Ella es
pequeña y yo grande, pero los dos encajamos bien, y me invade un fuerte deseo
de convertirme en su nuevo tatuaje. Quiero adherirme a su piel para toda la
vida.
Ella me da otra opción: entrar.
Se separa de mí y extiende su delicada silueta sobre la fina seda de la
cama, sin apartar de mí su mirada escondida. En un instante abre sus piernas y
me ofrece su sexo. Su visión llega a transmitirme pureza y candidez; una
mentira que me incita más aún a aceptar su invitación.
Pero antes de pasar, llamo a la puerta. Enjuago mis dedos con mi propia
saliva y la estimulo. Su vientre danzante y algún suspiro furtivo me dicen que
disfruta con mi juego. Sus ojos no lo sé, porque todavía me evaden. Sin embargo,
es mi mano mojada la que me avisa de que ya ha llegado mi turno en la partida,
y entonces es cuando la penetro. Y entonces es cuando me doy cuenta…
La serpiente me está mirando. Sus ojos no transmiten placer o
complacencia, del mismo modo que la actitud de su dueña tampoco lo hace, pero
al contrario que ella, la expresión del bicho inanimado está inflada de furia,
y su boca abierta, que muestra una larga lengua viperina, escupe veneno.
Lejos de dejarme intimidar por la imagen, siento una nueva energía
fluyendo dentro de mí que me hace embestir a mi diosa oriental con mucha más
fuerza. Quiero poseerla, quiero domar a la serpiente, y cada penetración es
como un golpe de látigo con el que trato de someterla. Ella no lucha contra mí,
no se queja, no grita, pero tampoco gime gozosa, tan sólo deja que yo haga. Y
yo hago, Hago, HAGO… Y cuando termino y expulso por fin mi veneno, caigo
extasiado sobre ella y la acaricio con
frenesí, y de nuevo me dejo invadir por ese deseo de no querer separarme nunca
más de su piel, de su vida, de su alma.
Y pasan unos minutos así, hasta que siento la súbita necesidad de saber
si ella ha disfrutado con mis actos o en cambio le he repugnado, si es que me
quiere o es que me odia. Saberlo de repente se convierte en una prioridad vital
para mí, y sé que sólo sus ojos me lo dirán. Así que acerco mi mano a su
rostro, con mucho cuidado de no tocarlo, de no tocar y manchar ese rostro
inmaculado de muñeca de cera, y entonces aparto suavemente su flequillo y una
escalofriante sorpresa me oprime de repente el corazón.
Allí donde debieran estar sus ojos, ¡sólo hay oscuridad! Y justo después
de descubrirlo, observo a la serpiente emancipándose de su piel, y su
gigantesca boca mortífera me ataca y acaba devorándome.
No sé cómo he llegado hasta aquí.
El despertar del sueño me lo revela. Parcialmente incorporado sobre mis
brazos, respiro intensamente y noto mi frente calurosa y húmeda, aunque no
menos que mi entrepierna. Me rindo un instante después al sosiego y me dejo
caer sobre la cama, recostándome a un lado. La luz de la luna que entra por mi
ventana me muestra aún leves trazos de su silueta que han quedado grabados
sobre el colchón. Es su tatuaje. Duele cuando te lo haces y ya no te abandona nunca.
La echo tanto de menos.
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